miércoles, 23 de enero de 2008

GRANDES ESTADIOS.




Hace treinta años abundaban los espacios libres de coches y ladrillo pero escaseaban los campos de fútbol decentes. Se jugaba en todos los lugares: en medio de la calle, en los parques, en las plazas o en cualquier terreno baldío de la periferia.


En uno de esos terrenos baldíos de la periferia un servidor dio sus primeras patadas a un balón, como lo hizo Maradona , Pelé y tantos otros hijos de la pobreza.


Antes de gozar de la pelota, tuvimos que retirar piedras, latas, cristales y demás peligros. Antes, tuvimos que clavar cuatro palos a modo de porterías. De vez en vez algún "seiscientos" hacía parar el juego cual arbritro faltero o alguna señora mayor pasaba a cámara lenta, en plan moviola. Otras veces el juego era cortado bruscamente por el cuchillo de alguna hiena disfrazada de vecina, sonriendo con malicia nos devolvía el balón ya muerto, desinflado de aire y de vida.


Fue precisamente el miedo a los balonazos lo que hizo que nos quitaran nuestro estadio.Tres vecinos y medio jodían a toda una cantera de futuros Maradonas.


Y fue precisamente que nos lo quitaron cuando ya era un campo decente: con su albero, sus porterías y hasta su valla metálica. Así, otra hiena disfrazada de político nos plantó en pleno terreno de juego un montón de columpios de hierro, bien repartidos, para ocupar los espacios y anular el driblin y la fantasía. Para recochineo, columpiándose y con sonrisa maliciosa, la hiena vestida de edil dejó clavadas las porterías en donde estaban, solitarias y calladas, como testigos mudos del despropósito. Y es que eran tiempos en los que la incipiente modernidad empezaba a condenar al fútbol. La nueva clase política convertía los estadios en auditorios para las estrellas del rock, acusaban al fútbol de aborregar al personal y de ser un antiguo instrumento del Franquismo.
Pero la pasión por el fútbol podía con todo así que echamos mano de sierra, paciencia y coraje y uno por uno los columpios fueron cayendo. Pusieron otros y también cayeron ante la mirada cómplice de las porterías. Un buen día optaron por dividir el terrreno en dos, en uno habría columpios y en el otro una pequeña pero decente pista de futbito. En ese momento empecé a ser consciente de que no hay instrumento de cambio social más poderoso que la desobediencia.


Unos años después y en el barrio vecino daba sus primeras patadas al balón un jugador con sangre gitana llamado Reyes.


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